Una pintura para una nación: El fusilamiento de Torrijos

En el marco del Bicentenario, cuya idea central es celebrar que el Museo del Prado es un regalo que se ha dado la nación española, esta exposición, en la sala  61 A del edificio Villanueva, conmemora, hasta el 30 de junio, el 150 aniversario de la nacionalización de las colecciones reales con la única pintura de historia que se encargó por el Estado con destino al Prado, Fusilamiento de Torrijos y sus compañeros en las playas de Málaga, obra de Antonio Gisbert, que se exhibe, con la colaboración de Ramón y Cajal Abogados, junto a su boceto preparatorio (expuesto por vez primera tras su reciente restauración), óleos, estampas y documentos relacionados con la pintura.

En 1868, durante el mandato de Antonio Gisbert en la dirección del Museo y al iniciarse el Sexenio Revolucionario, tuvo lugar la nacionalización de las colecciones reales, que pasaron a  depender del Estado, para convertir el Prado en Museo Nacional de Pintura y Escultura. En 1886 el gabinete liberal de Práxedes Mateo Sagasta encargó la obra en torno a la que se articula la exposición, que se convirtió en un elemento simbólico de la construcción de la nación española desde la perspectiva de la defensa de la libertad.

El cuadro Fusilamiento de Torrijos y sus compañeros en las playas de Málaga (1888) resulta singular en las colecciones del Museo del Prado. Es la única pintura de historia que se encargó por el Estado con destino al Prado, denominado Museo Nacional de Pintura y Escultura desde el inicio del Sexenio Revolucionario (1868-74). Precisamente en 1868 su autor, Antonio Gisbert (1834-1901), había sido nombrado director del Museo y durante su mandato tuvo lugar la nacionalización de las colecciones, antes de propiedad real, y la incorporación de los fondos del Museo de la Trinidad, tanto de las obras procedentes de la Desamortización como de las pinturas contemporáneas adquiridas por el Estado en las Exposiciones Nacionales, lo que daba un protagonismo nuevo a la pintura española en el Prado.

 

Prado

Javier Barón, jefe de Conservación de pintura del siglo XIX del Museo Nacional del Prado y comisario de la exposición; Andrés Úbeda, director adjunto de Conservación e Investigación del Museo; Marta Rivera de la Cruz, última presidenta de la Comisión de Cultura del Congreso de los Diputados; Rafael Mateu de Ros, socio fundador de Ramón y Cajal Abogados, entidad patrocinadora; y Miguel Falomir, director del Museo del Prado, junto a la obra. Foto © Museo Nacional del Prado

 

La primera obra importante de Gisbert había sido Los comuneros Padilla, Bravo y Maldonado en el patíbulo, de 1860, también en la exposición, muy celebrada por los liberales y que le valió una primera medalla. El tema anticipaba, un cuarto de siglo antes, el del Fusilamiento, pues aquellos caudillos también habían sacrificado su vida en la defensa de las libertades. El general José María Torrijos (1791-1831) era un militar de prestigio internacional, amigo del marqués de La Fayette, el héroe de la independencia americana, de los poetas Tennyson, Espronceda, que cantó su muerte en un célebre soneto, y del duque de Rivas, que le retrató en el exilio. La última carta a su esposa, adquirida por el Congreso poco antes del encargo del cuadro, es testimonio elocuente de su humanidad valiente y generosa. Él y sus compañeros, entre ellos un antiguo presidente de las Cortes, Manuel Flores Calderón, un ex ministro de Guerra, Francisco Fernández Golfín, situados a su lado, y el teniente británico Robert Boyd, que había combatido, como Lord Byron, por la libertad de Grecia, fueron fusilados sin juicio previo por orden de Fernando VII en 1831. Muchos de los ejecutados habían luchado heroicamente en la guerra de la Independencia contra los franceses, de modo que unían, en su mérito, la defensa de la integridad de la nación y la de las libertades que debían fundar la legitimidad del gobierno fernandino.

En 1886 el gabinete liberal de Práxedes Mateo Sagasta encargó el cuadro, que se convirtió en un elemento simbólico de la construcción de la nación española desde la perspectiva de la defensa de la libertad. Su adquisición se hizo por Real orden de 28 de julio de 1888, con destino al entonces llamado Museo Nacional de Pintura y Escultura, en el que entró con el número de Inventario de Nuevas Adquisiciones 837.

El cuadro se convirtió en un elemento simbólico del proceso de  la construcción de la nación española, de un modo independiente y opuesto a la vertiente más conservadora, abordada por la derecha a través de sus ideólogos, el más destacado de los cuales fue Marcelino Menéndez Pelayo. Dentro de una orientación liberal se reivindicaba la identidad revolucionaria y de combate frente a los excesos de poder del pasado y se establecía  una línea histórica de exaltación de figuras heroicas y mártires de la libertad que partía de las Comunidades de Castilla hasta llegar a las víctimas de la represión absolutista. En el fusilamiento se producía la unión del pueblo con la burguesía revolucionaria, que había sido la base del triunfo del Sexenio. El gobierno liberal de Sagasta recordaba con esta obra los valores que habían hecho posible la derrota final del absolutismo y la construcción de una nación regida por la voluntad popular a través de las Cortes. La implantación, con la Constitución de 1869, de la soberanía nacional, del sufragio universal masculino y de las libertades individuales, incluida la religiosa, supuso un primer impulso progresista que pudo después recuperarse durante el mandato liberal. La serena contundencia con la que Gisbert mostró la defensa de la libertad contra el abuso del poder evidencia su completa convicción acerca de la consolidación del triunfo de aquellos principios.

En la composición, el artista relegó con acierto al pelotón de fusilamiento al último término, tras la larga fila de los condenados y los cadáveres del primer término, tendidos sobre la arena. Guiado por su deseo de veracidad viajó a Málaga para ver el lugar de la ejecución, se entrevistó con algunos testigos aún vivos, recabó imágenes de los fallecidos y, cuando no las había, fotografías de sus hijos, y compuso un convincente friso de noble enfrentamiento a la muerte. Gisbert planteó la pintura con grandes dimensiones e imponentes figuras, de tamaño superior al natural, que estudió en un dibujo. Este, de dimensiones también extraordinarias para lo que era habitual en un boceto, se expone, tras su restauración, por vez primera. En las modificaciones que hizo se advierte la voluntad de severa depuración que guio al artista. Este quiso mostrar una visión objetiva, próxima al naturalismo, estilo entonces triunfante en Francia, que se avenía con sus propósitos de veracidad. Esa objetividad, unida a una emoción muy contenida, ha sido el fundamento de la fortuna del cuadro, celebrado entonces por los críticos más destacados, como Francisco Alcántara y Jacinto Octavio Picón o, después, por escritores como Manuel Bartolomé Cossío, Ramón Gómez de la Serna y Antonio Machado.

FUENTE: Museo del Prado

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